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Siempre me ha gustado esa escena de Bande á part, en la que Odile, Arthur y Franz atraviesan a toda velocidad las salas del Louvre, batiendo el record de la visita más rápida de la historia. En realidad, y aparte su valor cinematográfico, el asunto en sí parece bastante banal. Lo común es ir a los museos y no ver nada de lo allí expuesto. La diferencia está en hacer de esto una experiencia genuina, y en el caso de Bande á part además divertida. Lo contrario, lo común, volví a comprobarlo hace unos meses al visitar el Hermitage de San Petersburgo.
Allí me sorprendió la manera en que la mayoría de visitantes se acercaba a los cuadros, especialmente a uno de ellos, la famosa Madonna Litta de Leonardo. Esta es una obra de pequeñas dimensiones, y los grupos de turistas, encabezados por los guías, se agolpaban por tandas ante la vitrina que la custodia. La mayoría iban ya con la cámara o el móvil dispuestos ante los ojos, algunos incluso alargándolos por encima o entre los cuerpos de los que tenían delante. Así como llegaban ante el cuadro, disparaban la foto o el video y continuaban su visita sin detenerse. Todo se resolvía en un flash, como en el chiste del orgasmo chino. Esto me recordó, por contraste, mi primera visita de niño a un museo, donde me aburrí soberanamente; no sólo yo, también alguno de los adultos que me acompañaban, pero estos obligándose a fingir entusiasmo, demorándose un poco ante cada obra, porque el arte, ¡oh! el arte era algo reverenciable.
Qué entrañable me parece ahora aquel aburrimiento, qué puro y espontaneo comparado con esta actitud que hace de la experiencia directa algo insignificante, postergable, confiable a una memoria electrónica. Una memoria supuestamente impecable que nos devolverá luego, en la pantalla del ordenador, una imagen de la Madonna Lita desenfocada y casi oculta por un hombro o una cabeza; en cualquier caso, más de lo que vimos. Y más nítida, a pesar de todo, que las fotos de la mañana siguiente en el Parque Lenin, donde una chica −la mujer, la novia, la amiga− nos manda desde muy lejos y con los ojos engurruñados por el sol, una sonrisa para la cámara, y otra sonrisa auténticamente desesperada para ese ruso tan guapo que pasaba por detrás del fotógrafo y que éste no pudo ver, como tampoco vio a la chica, ni el parque, ni a Lenin…


Texto: Diego

Comentarios

  1. Hola:

    Jamás podrá ser igual el disfrute de una obra en el museo o galería, que una fotografía tomada de afán y sin enfocar.

    Los museos guardan verdaderos tesoros que debemos apreciar con calma, respeto y admiración.

    Abrazos.

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  2. Hola, querido Diego.

    Yo creo que existen dos tipos de personas entre todos los que visitan un museo. Los turistas y aquéllos que pueden -sentir- las obras que allí se exponen. Claro que éstos últimos son la minoría.

    Debe ser una experiencia extraordinaria visitar el Museo del Hermitage. Me alegro mucho que hayas ido :-)

    Un beso grande.

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  3. ola!!
    tu blog está excelente, me encantaría enlazarte en mis sitios webs.

    Y por mi parte te pediría un enlace hacia mis web y asi beneficiar ambos con mas visitas.

    Espero tu Respuesta a munekitacat@hotmail.com

    Un cordial saludo

    Catherine Mejia

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  4. Rafael, Angélica, para mí, una experiencia verdaderamente propia, por limitada o frívola que sea, siempre es valiosa en último caso. Pero si atravesamos miles de kilómetros para contemplar un cuadro (o cualquier otra cosa), y cuando llegamos ante él ni siquiera nos damos un momento para hacerlo con nuestros propios ojos, interponiéndoles la visión de una cámara, para eso hubiera sido mejor quedarse en casa…
    MuñekitaCat, muchas gracias por pasarte por aquí, estamos en contacto.
    Un abrazo a los tres
    Diego

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